Érase una vez en el jardín Conde de Orgaz

Érase una vez en el jardín Conde de Orgaz, había una arboleda frondosa, poblada y repleta de rosas color coral, Belindas las llamaban. En un árbol alto y con las ramas robustas y firmes vivían tres mimos. Cualquiera podría pensar que vivían en casas pequeñitas como los duendes, pero la realidad era que los mimos eran altos y por ese motivo eligieron el árbol más alto de todo el jardín. A los mimos les gustó el entorno, la gente y las costumbres del lugar y decidieron quedarse un tiempo viviendo en aquel rincón recóndito de Toledo para curiosear los quehaceres de los residentes. Los mimos entraban y salían del árbol del jardín a través de una malla mágica, observando todo lo que sucedía en Conde de Orgaz. Se dejaban ver por las noches y aunque por el día permaneciesen ocultos, estaban expectantes a todo aquello que les rodeaba.

Los mimos y nuevos vecinos, habían traído con ellos un reloj de sol que decidieron instalar en el jardín para orientarse a lo largo del día. A las nueve en punto de la mañana los tres recogían sus bártulos y se deslizaban dentro del árbol. No dormían ya que permanecían muy atentos y curiosos a las costumbres que había instauradas en Conde de Orgaz.

Uno de los mimos, Juanito, veía desde la distancia cómo el reloj iba cambiando para ellos. No solo marcaba horas y estimaba minutos, sino que también iba al compás de las actividades del centro vecino. Ese día Juanito se percató de que algo estaba sucediendo. No veía salir a pasear por el jardín a los residentes, no les veía salir a comer y la puerta siempre permanecía cerrada. Los mimos no sabían qué había pasado para que todo cambiara tanto, esa rutina que los tres fisgoneaban curiosos, muchas veces emocionados, había sido interrumpida de un día para otro. Sin explicación alguna. Los mimos inquietados decidieron salir por la noche a investigar qué suceso era aquel. Pronto adivinaron, mediante una charla madre e hijo que tenía lugar en una de las casas anexas, que algo llamado coronavirus había paralizado su lugar favorito, Conde de Orgaz, y el mundo entero.

Al principio los mimos barajaron la posibilidad de que aquella situación fuese cuestión de solo unos días, pero el reloj solar cambiaba sin descanso y, sin embargo, allí todo permanecía en perfecta quietud. Perfecta, literalmente ya que las pocas apariciones de humanos se organizaban en rutinas estrictas y programadas. Los mimos no entendían nada y estaban cansados de esperar pacientemente tras la malla o agazapados tras unos arbustos, hora tras hora, sin novedad. De repente, uno de los mimos se rindió, decidió dejar de observar para no ver nada y emplear su tiempo en algo que le distrajera de aquel hastío. Recordó la

tradición ancestral de los mimos, fabricar caramelos, y raudo y veloz desempolvó la vieja máquina de la familia y comenzó a producir un paquete de caramelos de limón. Poco después sus dos compañeros se habían unido a la tarea. Aunaban fuerzas para tratar de conseguir un paquete de caramelos para cada vecino de Conde de Orgaz como regalo y así demostrarles lo mucho que les echaban de menos.

Dos noches después los mimos se aventuraron dentro del edificio y moviéndose sigilosamente como solo un mimo puede hacer, dejaron un paquete de caramelos en cada mesilla. Salieron con la misma discreción que cuando entraron y a la mañana siguiente, estaban atentos tras unos pinos para observar su gran hazaña. Como no podía ser de otra manera, las ventanas se llenaron de exclamaciones de alegría y algún que otro sollozo miedoso. ¡Había funcionado! Por fin escuchaban esas voces que les eran tan familiares después de tantos días.

Después de aquello, la alegría se reinstauró y volvieron a observar cómo el reloj comenzaba a coincidir con el inicio de su tan querida rutina. Bueno, no era exactamente la misma ya que había algunos matices. Los humanos que vestían de blanco ahora habían variado su vestimenta, podían ir de verde, azul o naranja pero siempre iban tan tapados que era imposible reconocerlos, solo se les veían los ojos. Los residentes estaban en sus habitaciones y, hasta la noche anterior, todos habían permanecido demasiado tristes en sus dormitorios en silencio. Fueron días largos, al saber que, por el momento, no podrían recibir visitas.

Los mimos miraban estupefactos cómo los humanos eran capaces de resolver cualquier reto y adaptarse a las necesidades de los residentes. Compraron un teléfono especial que permitía que vieras a tu familia por una diminuta ventana como la de su árbol, pero mucho más pequeña pensaron. También se dieron cuenta de que las actividades no habían cambiado, pero sí la rutina original, regida con exactitud por el reloj de sol. Eso, a decir verdad, les molestaba. Hacían las cosas cuándo les daba la gana, unos días antes y otros después. Había quién iba unos minutos a cada habitación. También los que optaban por las charlas a través del pasillo, nada discretas.

Ahora los mimos tenían que ser rápidos ya que tenían que asomarse de ventana en ventana sino querían perderse nada. Rápidamente se dieron cuenta de que aquello era divertido y de cuándo en cuándo, les regalaban unos paquetes de caramelos, preferentemente de limón. El jardín vuelve a tener murmullos y griterío entre sus sonidos habituales de ambiente.

No son tantos, pero son muy fuertes, llenos de vida. A los mimos con eso les es suficiente para quedarse en Conde de Orgaz.

Rosa Rovira, residente de DomusVi Conde de Orgaz.

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